Crónica sentimental del Primavera Sound 2018. Jueves, 31 de mayo.

¿Os he dicho que, tras los concierto de Maria Arnal i Marcel Bagés y Spiritualized, yo ya podría haber echado el cierre del festival más que satisfecho? Pues la jornada del jueves ya me pareció el súmmum. Es la ventaja también de ir sin la presión autoimpuesta de ir a ver un artista imprescindible, o vivir una jornada inolvidable. Inolvidable fue precisamente por descartar todas esas memeces e ir a disfrutar de la música.

Espectacular fue el concierto en el Auditori del Capullo de Jerez, al que llegamos unos cuantos a mitad de show porque nos alargamos con la comida y la sobremesa en un restaurante del barrio. Pero, bueno, como venía diciendo, lo importante es saber disfrutar de los momentos, y la comida y la sobremesa fueron tan espectaculares como el PS en sí. Total, que me lío: el Capullo de Jerez. Quejíos más ortodoxos de los que nos vienen acostumbrando Gabi Ruiz, Albert Guijarro et al. en la programación más flamenca del Primavera; pero, ¡eh!, sobrado de poderío. Lástima haber olvidado los palos que aprendí de chico en el cuadro flamenco, pero enlazó uno con otro con un chorreón vocal que volvía anecdótica la amplificación del auditorio. Y la canción final homenaje al Real Madrid ya fue el acabose. Público de pie, ovación cerrada y media vuelta para disponernos a pasar, por fin, por el torno de entrada al recinto del Fòrum.

La primera parada fue en el Hidden Stage, este año ya no tan hidden: escenario con forma de glorieta musical de parque a la izquierda de la explanada central, con aforo limitado que, para Lee Fields & The Expression, a una hora tan temprana como las 18.30h, no llegaba ni a la mitad. Entre el público que estaba ahí para pasar el rato (vulgo cascando como cotorros), la calor y que el sonido se perdía a mitad de camino, quedó un poco deslucido. Así que, para combatir las altas temperaturas y disfrutar de algo de tranquilidad, me volví a l’Auditori para enfrentarme al exigente free jazz de la Art Ensemble of Chicago. Tres canciones que ocuparon los tres cuartos de hora que estuve viéndolos. Hubo criba de público: en las improvisaciones disonantes de la segunda canción la gente desfiló, incapaz de entender lo que estaba sonando. Y no creáis que lo entendía, que mi esfuerzo me costó. Fue una de esas experiencias galácticas (por no decir marcianas) a la que no se me habría ocurrido acercarme de motu propio; pero tras la hecatombe final, que enlazaron con una línea de jazz más cercano a los estándares… fue curioso ver cómo el respetable salía del concierto silbando la melodía, un auténtico ear worm inesperado.

No soy para nada fan de Sparks: me temo que, al contrario que otros, no soy capaz de ir más allá de la superficie de ese pop barroco y acaramelado. Pero me acerqué para las dos últimas canciones y era imposible no contagiarse del buen rollito que reinaba, entre el público y encima del escenario. Apuntados para una siguiente visita.

Y como a The War on Drugs ya los vi (y me aburrí soberanamente) hace un par de años, me quedé a ver a Kelela: R&B downtempo, carismático, cercano y reivindicativo. No era como para ponerse a bailar (bueno, cuando Kelela dijo que ya había acabado con las canciones tristes, pues sí) pero el groove del buen R&B siempre es vitamina para las venas.

Primera visita a Mordor para ver a Björk primero, en el escenario más alejado (el de una marca de coches nacional), y después para el de Nick Cave en el escenario de enfrente, el que mira hacia el sur (el de una marca de ropa nacional). Lo de Björk fue, como siempre, un deleite para los sentidos. Las bases electrónicas de Arca nunca, nunca molestaron a las flautas, que llevaron el peso del espectáculo, punteadas por un arpa. La voz de Björk, no tan histriónica pero siempre deliciosa, sonó prístina y cómoda: parece que ya echó el cierre al mal rollito del Vulnicura (aunque, si mal no recuerdo, sonó «Black Lake»… a ver, consulto setlist.fm… ah, no, «Notget»; es igual, fue espectacular) y acudió pocas veces al pasado, aunque la relectura en clave orquesta de cámara del «Human Behaviour» merecería aparecer en disco. «Wanderlust» es una de mis canciones favoritas de la última etapa de la islandesa, y ahí sí que sonaron los bajos como si hubiesen desatado a los cuatro jinetes digitales del Bowers & Wilkins.

Otro logro desbloqueado: ver a Nick Cave con los Bad Seeds. Solo lo había visto con Grinderman, pero, a pesar de que es uno de esos artistas con carisma suficiente como para emocionarse si se arranca por Cantores de Híspalis, ¡joder con los Bad Seeds! Ya sean las baladas del Skeleton Tree o la furia desatada de «Red Right Hand» o «Deanna», aquello era, como se suele decir, una fuerza de la naturaleza desencadenada. Garra podría ser un sustantivo aplicable a la performance del grupo. Cave no paraba quieto, acercándose al público, exigiéndole, implicándolo, hasta el punto de hacer subir a ¿cincuenta, sesenta personas y un triunfito? al escenario durante «Bad Motherfucker» para cerrar el concierto con «Push the Sky Away», canción que a un servidor le abrió las espitas de los lacrimales a tope. Qué canción más bonita, qué canción tan desoladora.

Después de semejantes conciertos, el minimal de Nils Frahm me dejó más frío que un frigodedo, así que me recogí a una hora temprana, que aún quedaban dos días y pico de festival.

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Autor: Álex Vidal

A los 7 años me llevaron a ver Star Wars y decidí estudiar Físicas. A los 11, leí a Asimov y me dije: "Yo quiero escribir historias tan grandes como estas" (espero que usando más palabras que él). Hoy trabajo juntando letras en una editorial mientras pierdo el tiempo en múltiples frentes. Aprendiz de todo y maestro de nada. Es mi sino.

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