Cosa diferente es el uso como arma arrojadiza que hacen los políticos. Y los imbéciles. Perdón por ser reiterativo.
Creo que ya lo he comentado alguna vez: la Política, así, en mayúsculas, como concepto teórico de trabajo en pos de la comunidad, e incluso en algunas de sus aplicaciones prácticas, me apasiona. Por desgracia, la Política se encuentra infectada de políticos poco hábiles, arribistas o, en el peor de los casos, politicuchos demagogos como este que, en vez de invertir sus esfuerzos en trabajar, desde la oposición (que no es poco), por el bien de Cataluña, pues no, se dedica a denigrar a Montilla por su poca grasia (que diría mi madre con su acentillo sevillano) al hablar catalán.
¿Un desliz? Lo dudo. Siempre que he oído una intervención de Felip Puig ha sido en términos despectivos, irónicos o demagogos. Nunca le he oído una propuesta, nunca una crítica desde los fundamentos de la política o de sus territorios adyacentes (economía, justicia, industria). Ojo, que digo «desde los fundamentos»: los argumentos demagógicos son realmente fáciles de perpetrar. Lo haría hasta yo, fijaos qué os digo…
Evidentemente, las reacciones no tardarán en surgir. Aparte de abonarle el terreno a La Caverna derechona, los catalanes de a pie tenemos que afearle semejante comportamiento. Ya lo hacen en el editorial de El Periódico de hoy.
¿Y el caso particular? ¿Os he dicho que mi madre tiene acentillo? Pues hará más de treinta años que hizo las maletas y se vino a Barcelona, para dos años más tarde recalar en Cerdanyola del Vallès, a instancias de mi padre, que hizo la mili en Figueres y decidió buscar trabajo donde había posibilidades de prosperar. Y eso no era en su Sevilla natal. Mi madre, que nació en 1930 y sufrió la Guerra Civil y la posguerra, vivía en un corral de vecinos muy humilde con sus siete hermanos (contando los hermanos fallecidos, hubiesen llegado a ser trece). Sobrevivir no era nada fácil, y antes que enviarla a la escuela, al ser la hermana mayor, mi abuela la obligaba a fregar, a cocinar y a cuidar de sus hermanos pequeños. Apenas le llegó el colegio para enseñarle a leer y a hacer las cuentas.
Y con veintitantos años vino a Cataluña. Lejos de la familia, sola en casas, el mundo se le venía encima. Y en un lugar con otro idioma, aunque reprimido desde la dictadura. Ella, a pesar de su breve escolarización, se esforzó por hablar en catalán… hasta que una vecina se le rio, como acaba de hacer Puig, por su dicción. ¿Y qué quería, que a los dos meses, o incluso al año, hablase como Pompeu Fabra?
Mi madre entiende a la perfección el catalán, hasta el punto de ser incapaz de distinguir si el canal de televisión que tiene sintonizado es TVE, TV3 o cualquier otra. Pero no lo habla. «De mí no se ríe nadie. No lo hablaré, pero que sepáis que a mí no me vais a tomar el pelo, porque lo entiendo todo», le espetó a tan estúpida vecina. Por tan malos vecinos y por tan malos políticos, mi madre no habla catalán. Que lo sepas, Felip Puig.