Como íbamos diciendo en la entrega anterior (que acabo de revisar por encima y, madre mía, cómo me atrevo a publicar sin repasar mínimamente los textos); como íbamos diciendo, repito…
Había acabado la carrera con un último año de locura: todas las asignaturas de quinto, dos asignaturas pendientes de cuarto (Mecánica Clásica y Electromagnetismo Cuántico) y trece meses de prestación social substitutoria en el rectorado de la UAB. En cuanto tuve la última nota, empecé a buscar trabajo (inciso: para un licenciado en Físicas con un expediente académico un poco pichín pachán, las salidas laborales se reducían básicamente a dos: profesor de instituto o programador; y no quería morir joven, así que me decanté por la informática); aunque soñé fugazmente en largarme una temporada a empezar un doctorado fuera del país. Fugazmente.
Tras unos meses de búsqueda, me aferré al primer trabajo en el que me dieron cancha: una empresa (como miles que surgieron en los noventa en España) de software a medida para grandes compañías: banca, Administraciones, ese tipo de curro fascinante. En febrero me trasladé dos meses a Madrid para recibir un cursillo de formación, lo que la empresa (que se llamaba Prof-IT, con sede en Rivas Vaciamadrid y ya difunta, qué mal me sabe, oh) denominaba «beca de formación» (70.000 pesetas en negro; sí, ahora nos daríamos con un canto en los dientes y esto es muy triste) en, atención, programación en COBOL. ¡Fascinante! Una «beca» a la que, cada dos meses, formaban las nuevas remesas de jóvenes licenciados (unos cuarenta por hornada, procedentes de casi toda España, casi todos de lo que hoy llamaríamos «la España vaciada»; pocos madrileños, menos gente aún de grandes ciudades… y un único catalán, guess who) que les llegaba a la empresa (¿la empresa estaba en crecimiento? Casi todas las del sector ¿Había rotación? Echa cuentas: cuarenta nuevos «becarios» cada dos meses…), entre los que los informáticos se podían contar con los dedos de una babosa. Intrusismo laboral o llamémosle el boom de las empresas tecnológicas en plena cambio de euro y el fantasma del efecto 2000.
Y allí me planté un buen domingo por la tarde, en la Estación Sur, con la mochila preparada para mi primera experiencia de vida fuera de casa de mis padres. Allí me esperaba el primo de una amiga de Cerdanyola, que me acogió como si fuera un hermano. Dejé la mochila en el piso de realquilados, Sergio me presentó a sus amigos, fuimos a tomar algo a Rivas… y el primer día de trabajo casi me presento tarde y con resaca. Lo que se dice un buen inicio. O un augurio, yo qué sé.
Lo de los dos pisos en los que estuve viviendo esos dos meses en Madrid ya da para otro libro, mezcla de costumbrismo lumpen y terror de serie Z que mi familia no sabe.
(Espero que mi madre no lea el blog, ¡ups!)
Total, que me enrollo. Y eso que lo anterior no deja de ser un resumen para poner en situación que:
Una mañana de sábado, mi amigo Sergio me presenta a Olvido. Una chica morena, vestida de negro, cola de caballo frondosa, botas, gafas de sol grandes, voz de contralto, carisma. Me cae bien instantáneamente. Nos recoge con su coche en Argüelles para ir a la zona del Santiago Bernabéu (si mal no recuerdo). Era una mañana soleada y agradable; a pesar de recalar en Madrid en pleno febrero, la verdad es que tuve suerte de vivir un invierno bastante suave. Olvido conduce con el mentón alzado, mano firme, la ciudad nos pertenece. Sergio y Olvido hablan mientras yo admiro la ciudad (y el tráfico).
Ella pone una cinta. Empieza a sonar «Mis-Shapes». Son ellos.

Claro, recordemos que esto va de los 25 años del Different Class. Y estamos en marzo de 1997. El disco ya llevaba año y poco, y yo aún no había fijado a Pulp en la memoria, aunque esas canciones («Mis-Shapes», «Pencil Skirt», «Common People», «I Spy», «Disco 2000») ya comenzaban a formar poso; no las tenía en cinta, las había pillado al vuelo aquí y allá, había quedado fascinado con los videoclips, pero ya me sonaban conocidas. Familiares. Por el sonido nítido y por el estilo, grandilocuente, claro, puro pop; ademán entre lo moderno, lo kitsch, lo retro y lo farandulero. Claras influencias de la canción popular de los setenta que, quieras que no, me recordaban a Nino Bravo, a Cecilia, a Umberto Tozzi (otra vez), a los grandes cantantes melódicos. A los recuerdos de la infancia: 300 Millones, los sábados por la mañana viendo Gente Joven, la radio de mi madre.
Me habían seducido claramente. Y era una sensación muy agradable.
Le pregunté a Olvido por el disco. No recuerdo si me dijo que los había visto en directo, y sí, el disco era uno de los que más le gustaban. Estuvimos hablando un buen rato sobre Pulp, y, por una vez, me sentí a gusto hablando con una amiga sobre un grupo que se apartaba de lo convencional. Un grupo que nos despertaba una pasión que se traslucía en las palabras y en la atmósfera que se respiraba en el coche. Así que esa tarde, camino a la Castellana, supe que tarde o temprano (más temprano que tarde) me haría con ese disco.
Lo que no recuerdo cuándo fue sería eso. Un poco más adelante, cuando la empresa me mandó a la sede que tenían en la calle Mallorca de Barcelona, cuando empecé a cobrar mis primeras nóminas y a ganar, por fin, mi propio dinero.
Aunque puede también que me lo grabasen antes en cinta, aunque no lo creo. Seguro que, en cuanto lo vi bien de precio en la Fnac, me lo compraría, ya convencido, aunque no tanto como para afirmar, en aquel entonces, que esa era mi disco preferido.
La seducción fue progresiva.
En este punto me cuesta ordenar los acontecimientos. La primera vez que vi a Pulp fue en la fiesta del primer aniversario de la sala Razzmatazz (bautizada precisamente con el título de la canción del His’n’Hers) en noviembre del 2001. En julio del 2000 conocí en persona a Juanma Santiago (hey, bro!) en la Semana Negra de Gijón; él llevaba acreditación, yo le llevaba una cinta grabada del Different Class:
—¿Eres Juanma?
—¡Hola! Sí, soy yo. ¿Y tú?
—Ten, esto es para ti.
—¡Ah, tú eres Álex!
Así que ya tuve que estar dando la turra antes del 200. Sí, no tuvo que pasar mucho tiempo para dejarme seducir, sinceramente: el This Is Hardcore apareció en 1998, y compré la edición especial, que incluía el This Is Glastonbury, ese mismo año. Y cuando los vi en Razzmatazz (un concierto en que recuerdo a Jarvis sacándose la guitarra y tirándola hacia atrás, frustrado con el sonido, al final de «This Is Hardcore», y a Mark Webber aporreando con furia los teclados; un concierto en que pasaron de los hit singles del Different Class) acababa de salir el We Love Life y yo ya me sabía las letras de pe a pa.
Y, a partir de entonces, el erial. Silencio, espera, olvido, «no nos hemos separado pero nos estamos tomando unas vacaciones». Jarvis, me cagüentusmuelas. Recuerdo la sensación de haber llegado tarde, como siempre, para disfrutarlos. Para conocerlos.
Pero el Different Class ha estado ahí desde… digamos que 1997. ¿En qué momento me di cuenta que pasaba de un disco que me gustaba muchísimo a un disco indispensable, algo definitorio?
Una tarde, encerrado en la habitación, en que lo puse una, dos, tres, quizá cuatro o hasta cinco veces seguidas. Una tras de otra. Pocas veces me había pasado, con muy pocos discos. Y que lo escuchase tan obsesivamente: Post de Björk, Funeral de Arcade Fire (con moderación, que este hace pupita), Adelante, Bonaparte de Standstill; bueno, el The Joshua Tree cuando empecé a escuchar música. Pero como Different Class, ninguno.
¿Qué le encontraba? ¿Qué me transmitía entonces? ¿Qué me transmite ahora?
Porque, en fin, todo este rollo (gracias por llegar hasta aquí; si es así, cuando me veas, menciona el código «I wanna drink with common people like you» y te invito a una cerveza) era para documentar la influencia de esta obra en mi vida (al fin y al cabo, es un cuaderno de bitácora) más que hablar de la importancia del Different Class en su contexto histórico y tal (para eso existen los periodistas musicales y gente que sabe escribir, y no yo) y porque escribir sobre música es algo que me cuesta un montón. Pero escribir sobre sensaciones es importante para desarrollar la escritura.
También la capacidad de síntesis, que no es lo mío.
Y, qué caramba, porque quiero escribir sobre este disco y deciros cómo y por qué me remueve tanto por dentro.
Así entenderéis la cara de felicidad que pongo cuando me hago con un micro, subo a un karaoke y empiezan a sonar los primeros compases. Es puro gozo. Y también conciencia de clase.
Venga, ya os doy la chapa en una tercera entrega. (Continuará.)