Tres fechas del grupo barcelonés en su ciudad natal. Tres espectáculos diferentes, cada uno con un enfoque propio.
Tres conciertos apoteósicos. El primero, en riqueza musical; el segundo, un portento narrativo: el Adelante, Bonaparte en su integridad, realzado por un espectáculo visual inspiradísimo, y la clausura en la sala Apolo, una muestra de garra y músculo arrolladores.
Señores, si no habéis estado en ninguno de ellos, ya os digo que os habéis perdido un hito en la música indie nacional. Sin paliativos.

También es justo reconocer que la reseña, imparcial, lo que se dice imparcial, no iba a serlo. Y es que el triple EP que los ha tenido los dos últimos años girando por el mundo es una obra conceptual que me tiene subyugado. No es la única historia circular, ni de lejos, ni siquiera en el más moderno de la música popular; pero otro día intentaré dar mis impresiones de un trabajo que ahonda en el aspecto más introspectivo de la soledad y la incomunicación con una lírica profundamente amarga, sincera y con un toque de esperanza que, en los últimos tiempos, ha llegado a ser un leit motif muy, muy personal.
Otro día… si encuentro tiempo; porque llevo sin actualizar… ¿desde junio? Ay, las vueltas que da la vida.
Pero vayamos a comentar por encima cada concierto.
El jueves 7, Standstill actuaba en la sala 2, sala Oriol Martorell, de L’Auditori, con la Bonaparte Ensemble: cuarteto de cuerda, vibráfonos, xilofón, tuba, con la colaboración de Pau Vallvé en baquetas, teclado y lo que se le pusiera por delante.
De los tres conciertos, este fue el más pletórico, musicalmente hablando, pues la cuerda, el viento y la percusión ampliaban unas canciones ricas en inflexiones y matices a dimensiones sonoras poco habituales en esto del rock. Sorprendido y cautivado, las canciones del Adelante, Bonaparte adquirían un espíritu algo más liviano, menos solemne y asfixiante… como pasó el viernes, 8, en el mismo espacio.
Pero el jueves, el concierto arrancó con las canciones más inquietantes de Adelante, Bonaparte, con un Montefusco inspiradísimo en las voces (sí, se ha dicho mil veces, y mil y una que voy a decir: su voz es potente y expresiva como pocas) y capitaneando una maquinaria musical de talento intachable. «La mirada de los mil metros» fue la primera parada en Vivalaguerra y el primer momento de vibración entre el respetable, que se removía incómodo en esos asientos tan recatados de la sala Oriol Martorell. «What Truth?» fue la única parada en aquella primera época hardcore, de la que permanece el músculo, pero que nadie que los haya conocido recientemente sería capaz de imaginar.
El viernes fue el momento de Rooom, el espectáculo global del proyecto Adelante, Bonaparte, y el que, aunque sin bises ni concesiones al público ni salidas de guión, permanecer clavado en el asiento era enfundarse en la piel de ese personaje que bien podría ser un joven, un viejo o un perro, y sufrir su angustia vital como la roca de Sísifo, siempre cuesta arriba. Meses después, «Moriréis todos los jóvenes» aún viene a golpear en las pesadillas de asfixia. Si hay una palabra que lo defina, es demoledor, una demolición en surround.
El sábado, 9 de junio, tocaba enfilar la sala Apolo, y verlos desconstreñidos; y, a nosotros, por fin de pie. Fue el día de la catarsis, de la diversión (aun a pesar de Bonaparte, a quien ya despedíamos hasta la nueva gira), del sudor y la rabia hecha rock. Vivalaguerra se midió de tú a tú con Bonaparte, y cuando volvieron la vista atrás, al principio de la guerra, ya no fue con un medio tiempo, precisamente.
Ahora, Enric Montefusco y compañía andan embarcados en otro proyecto para el que están recabando mecenazgos (lo que hoy en día los más cools llaman crowdfunding), cosa que yo que vosotros consideraría, porque si la progresión de Standstill sigue a esta velocidad nos espera algo realmente grande.