2018 (3.ª parte)

Foto: Vista desde L’Alguer. © Álex Vidal

Bueno, creo que, a partir de aquí, voy a dejar de asignar número a los recuerdos del año, porque ¿pa’ qué? Todos fueron buenos recuerdos. E iba a decir que los más intensos ya los he colocado en las dos entradas anteriores…

… pero mentiría, porque ¿cómo es que no he mencionado aún el concierto Coros de medianoche, orquestado/organizado por Enric Montefusco y con Maria Arnal, Nacho Vegas, Albert Pla, Niño de Elche y Los Hermanos Cubero en el escenario del Grec? Una noche de aquellas mágicas, de las que guardas en un rinconcito de tu corazón porque, esa noche, el corazón se calentó un poquito. Porque era un concierto abierto, un encuentro de amigos cantando para amigos, para el pueblo, para la gente llana. Me encanta ese viaje de Montefusco hacia las raíces, el esfuerzo por bajar cada vez más del escenario (metafóricamente hablando, pero también literalmente) y reivindicar la raíz popular, la verdadera razón de ser de la música popular: la gente. Porque puedes escribir de tus demonios y de tu mundo interior pero, al fin y al cabo, si cantas, tocas, escribes, actúas, haces arte, lo haces para transmitir. Y a veces nos empecinamos en otros aspectos y nos olvidamos de lo esencial. Total, que me enrollo: que es de alabar ese trabajo, que se traduce también en una comunicación más sincera, más intensa y que, claro, ayuda a que el corazón se caliente un poquito. Y, hoy en día, viene muy bien.

Otro momento: el concierto del año en el escenario El Vaixell del Vida. El concierto que más me impactó de cada una de las cuatro ediciones anteriores lo vi en El Vaixell: Sílvia Pérez Cruz y Refree, Nacho Vegas, Maria Arnal i Marcel Bagès, y Rosalía y Refree. Este año St Vincent ha ganado por poco al artista que se marcó el bolo del año en El Vaixell. Y, que hasta que no lo vi allí, no me gustaba nada, nada, nada: Albert Pla. Joé, es que tengo mi parte ortodoxa, por mucho que la haya deconstruido con el paso de los años, y, precisamente, cuando se dio a conocer, ni entendía el sarcasmo de sus letras ni, desde luego, soportaba su voz. Acabó el bolo y si no me convertí en su fan número uno poco me faltó. Me llegó ese talento para hacer del absurdo arte y, a la vez, ser tan cercano con el público. No me extraña que fuese uno de los artistas del proyecto de Enric Montefusco que os he comentado antes.

Como bolazo fue también la presentación de la Antología del Cante Flamenco Heterodoxo del Niño de Elche en la sala BARTS. Otra demostración de cómo apelar a la raíz popular de la música y, además, en este caso, trabajar la heterodoxia (vamos, atreverse a todo: a arriesgar y a innovar ¡en el flamenco!). Visceral y sesudo, todo en uno. Diversión y pedagogía. Y humanismo, que, al fin y al cabo, demostrar que la actitud flamenca no entiende de corsés, que unas farrucas con letras en catalán de Juli Vallmitjana o el folk de Tim Buckley tienden puentes más allá del arte. Porque de eso se trata también el arte.

Más momentos: Pues mirad, otro concierto con el que me resarcí de habérmelo perdido (perdón: de que hiciesen perdérmelo) en la primera edición del Vida: M. Ward. Además, aquí al lado, en La Nau del Poblenou. Y con Ferran Palau de artista invitado, que mira que no soy muy fan del folk onírico del de Anímic, pero Palau me demostró que estaba equivocado. Y de M. Ward me maravilló esa proximidad que dio al tocar hora y media solo con la guitarra acústica. Pero qué intensidad, qué virtuosismo a la guitarra. Otro de esos conciertos en los que notas cómo se va creando una atmósfera mágica, una comunicación entre artista y público que tiene más que ver con gestos y actitudes que con palabras y canciones.

Más: El AMFest. El concepto en sí, un festival de rock instrumental (que no fue así del todo), pero también el lugar (la Fabra i Coats), el concepto (dos escenarios en el mismo espacio, sin solapes) y, oye, lo majo que es el equipo organizador. Fue como un festival tranquilo, un fin de semana que recuerdo como uno de los más desestresantes y agradables del año, compartido con amigos (¡hola, Alfredo, Raquel!) y, además, con una mayor tasa de descubrimientos, ya que no es un género al que me acerque mucho. Y oye, salí encantadísimo con The Notwist, Mono y Mutiny on the Bounty. También con Za!, pero a estos ya los conocía. Brutales, como siempre.

Otro momento: Cuando subí al Antikaraoke a destrozar (lo siento, Jarvis) el «Common People». Fatal: sin monitores, me escuché en los altavoces bajo y mal, convencido de que desafinaba (¡y desafinaba!) y que eso no había quien lo arreglase, hasta que me dije: «A la mierda». Cerré los ojos, me imaginé en Glastonbury 1995 y ¡qué bien me lo pasé!

Otro más: perderme por las calles de L’Alguer… Y encontrarme con un festival de jazz en la calle.

Y otro: que no se diga que solo hablo de música: Love, en Netflix. Porque es un poco… real. Mucho más real de lo que nos atrevemos a afirmar, en realidad. Aunque, bueno, la tercera temporada me ha parecido más floja.

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Toma este vals: Omega, Morente, Cohen, In-Edit

A estas horas ya debería estar durmiendo, pero las sensaciones vividas y revividas con el documental Omega me tienen los ojos como platos, la cabeza como una centrifugadora y las entrañas a mil.

Ah, Omega… Llegué tarde (como con tantas otras cosas) a ese disco. La eclosión del indie me pilló más metido en el mainstream; no fue hasta el 2002 que empecé a interesarme de verdad en la escena alternativa, y a partir del 2007, tras la segunda edición del Summercase (mi primer festival chispas), que se puede decir que me aficioné de verdad. Pero claro, había muchas lagunas que llenar. Y a pesar de que Los Planetas son el grupo más (re)conocido a nivel nacional, no llegué a conocerlos de verdad hasta la época de La leyenda del espacio. Poco después montaron con Antonio Arias y Soleá Morente el proyecto de Los Evangelistas para homenajear a la figura de Enrique Morente. Tras ver su impactante debut en el Palau de la Música, fui a escuchar ese disco que parecía totémico, ese Omega. Por dios… Si no es el mejor disco de la historia, poco le falta: Valiente, vanguardista, surrealista, vital… Pero la cosa va más allá, mucho más de las virtudes que se pueden glosar, que se pueden describir.

Porque hablamos de una vivencia. Algo terriblemente íntimo. Algo que resuena ahí, en las entrañas, una verdad indiscutible en un universo personal. Omega abrió un portal espaciotemporal que me llevó desde la pasión de juventud y edad adulta, el indie rock, a un paisaje casi olvidado: el flamenco, parte importante de mi infancia y que forma parte indisoluble de mis raíces.

Unas raíces de las que me separé durante la adolescencia (la típica etapa en que buscas independizarte y formar tu personalidad), pero que tienen una simbología muy peculiar, muy idiosincrática, que reconozco que siempre me han acompañado. Y, precisamente, aunque (si mal no recuerdo) el autor declarase que su poesía no intenta ser reflejo del cante jondo, en la obra de García Lorca (a la que llegué ya el año pasado; si voy con retraso, madre mía…) esas imágenes brillan y resuenan como en ninguna otra parte. Ahí están la pasión, la sangre, la luna y el sol y las estrellas, y los olivos y la tierra y el apego a la tierra, los labios y los amores prohibidos y el baile y de nuevo las estrellas: toda la imaginería telúrica, espiritual y terriblemente pagana que impregna esas raíces y que aprendí de niño durante muchas noches de sábado en las sesiones de cante de la Peña Flamenca de Cerdanyola. De niño, cuando uno es una esponja que absorbe todo lo que lo rodea aunque no lo comprenda y con lo que asienta los cimientos.

Después, como dice Morente en el documental Omega, resulta que la poesía de Leonard Cohen es muy lorquiana. Y aunque, mira, a Cohen lo conocí en la adolescencia con I’m Your Man, no ha sido hasta hoy, con la versión del «Hey, That’s No Way To Say Goodbye» aún inédita de Morente y Lagartija Nick que su poesía no me ha impactado hasta el punto de arrancarme lágrimas de cuajo.

Y es ahora cuando pienso que, oye, ojalá hubiese llegado a la poesía mucho antes, y a Lorca y a Cohen y a Morente, y me hubiese emborrachado de esas metáforas que parecen inalcanzables. Como Borges y Bradbury y Cortázar. Pero bueno, nunca es tarde si la dicha es buena. Total, todo este rollo para intentar plasmar ese impacto emocional que me produce Omega, y Lorca y Cohen; un impacto que pocos más consiguen.

Corolario: sí, para mí, Cohen es mucho más merecedor de un Nobel que Dylan, pero oye, sigo y seguiré defendiendo que el de Dylan no deja de ser un premio más que merecido.

Café Society, de Woody Allen

A estas alturas de la película, y nunca mejor dicho, no os voy a descubrir nada: hace años que Woody Allen escribe y dirige con el piloto automático en marcha. Hace años que, por una circunstancia u otra, no voy a ver sus estrenos, y sin embargo no he oído ni leído críticas que me hayan empujado a recuperarlas. ¿Cuál ha sido su última película con enjundia? ¿Match Point? La última suya que vi fue Midnight in Paris que, aun falta de la chica de, digamos, Balas sobre BroadwayDeconstruyendo a Harry, tiene el encanto de esas películas hechas con amor. Y, ¡caramba!, no deja de ser una película de género fantástico. Y de eso hace… vaya, cinco años.

Café Society cumple la misma premisa: otra película de Woody Allen que cuenta una historia sencilla, con apenas un enredo amoroso, motor de la acción, un ritmo correcto, ni tan acelerado como el Allen más explosivo ni moroso, sin grandes gags pero con un montón de guiños y frases, si no memorables, sí merecedoras de algún meme motivacional («Mi madre siempre dice: ‘Vive la vida como si fuese el último día; así, por lo menos, te aseguras de que un día acertarás’), pero que no se recordará por ser una obra maestra.

Pero, ¿qué queréis que os diga? Cuando me paso toda la película enamorado de los personajes, definidos apenas con los cuatro trazos que sabe darles Allen, con la sonrisa siempre en los labios, riendo de sus flaquezas y sus imperfecciones y de las situaciones cómicas que generan, y acabas echando unas lágrimas por el mensaje final, pues me levanto y aplaudo y le pido unos cuantos años más de vida al de Manhattan para que, cada año, me regale una película igual y me lo haga pasar tan bien con la magia del cine.

¿Qué cuenta Café Society? Oh, pues eso, una historia muy sencilla, así que os voy a cascar el espóiler a continuación porque, si no, me quedo sin argumento para la tesis, y porque lo importante es el camino, creedme. Bobby, interpretado por Jesse Eisenberg, deja atrás a su familia humilde en Nueva York para instalarse en el Hollywood de los años dorados del cine (los años treinta del siglo xx; eran esos los años dorados, ¿no? Bueno, si no lo eran, aquí lo parecen y disculpadme el error) con la esperanza de que su tío Philip, uno de los agentes cinematográficos de mayor éxito, lo ayude a ganarse la vida. Su tío le encomienda al principio trabajillos de recadero, y le asigna a una de sus secretarias, Vonnie, para que le enseñe la ciudad. Vonnie (encarnada por Kristen Stewart), aspirante a actriz desencantada del glamour superficial de Hollywood, y Billie se caen muy bien y, tras varias citas, queda claro que se ha establecido una relación muy especial, pero Vonnie, viendo el camino que toma el asunto, le dice que hace un año que está saliendo con un chico, un periodista que está siempre de viaje. Billie no pierde la esperanza, hasta que, un día, Philip, el auténtico amante de Vonnie, incumple la promesa de romper con su mujer. Vonnie acude a Billie con el corazón destrozado, le reconoce que, en realidad, se estaba viendo con un hombre casado, y busca consuelo en su compañia (consuelo de verdad, no me seáis malpensaos). A pesar de mostrarse cauta y recelosa en temas del corazón, con el tiempo acaban enamorándose y haciéndose pareja. A su vez, Philip, sin tener a nadie más cercano que Billie («lo más parecido a la familia que tengo en Hollywood»), le confiesa que ha tenido una amante y que, tras dejarla, se da cuenta de que no puede vivir sin ella. Billie lo consuela (mismo paréntesis de arriba) y le dice que si es una mujer tan especial, pues igual sí que debería intentarlo.

No sigo. Ya os podéis imaginar cómo acaba el asunto.

Antes de continuar con la trama principal, he de señalar que la galería de secundarios es deliciosa: la madre de Billie y hermana de Philip, judía practicante, humilde y sencilla; su marido, un artesano gañán, judío escéptico, pragmático y de sabiduría callejera; el hermano mayor de Billie, un gánsgter con olfato para los negocios (bueno, olfato y otras artes que ayudan en el negocio de los night clubs); la hermana mediana, profesora casada con un intelectual (¡comunista!) pusilánime; y es durante las intervenciones de estos y otros secundarios, como los amigos neoyorquinos millonarios que Billie conoce a través de Philip y los asiduos del night club de Ben, el hermano mayor, que acabará dirigiendo Billie, donde Allen aprovecha para lanzar sus dardos contra la política (y, en concreto, a los políticos corruptos), el mundo del cine y la superficialidad de la sociedad.

Y volvemos a los protagonistas: Billie acaba casándose con otra Veronica, con la que tendrá dos niños, y acabará como propietario del night club de mayor éxito de Nueva York, la ciudad que ama, después de que su hermano Ben acabe sentado en la silla eléctrica. Vonnie se casa con Philip y acabará rendida a los encantos de la vida glamurosa de Hollywood.

¿Y qué pasa cuando vuelven a encontrarse? Pues que reviven los sentimientos: el amor no ha muerto, pero cada uno ha tomado una decisión y un camino diferente. Cuando se encuentran en Nueva York o en Hollywood quedan solos, recuerdan viejos tiempos, se reconocen ese cariño especial que tienen…

Pero, ¿y qué pasa? ¿Pasa algo más? No, pasa lo que acostumbra a pasar: se lamentan… pero cada uno sigue con su vida. Se encienden las luces del cine y algún que otro expectador se encoge de hombros y pregunta: «¿Ya está?». Pues sí, ya está; y, si diegéticamente (Juanma, espero un like en Facebook por el uso del adverbio) parece que falta una pieza (final anticlimático donde los haya), quizá no haya salida más poética que esa. Porque que se arrepintiesen, rompiesen con las decisiones tomadas y desbaratasen sus vidas por juntarse de nuevo habría sido tan artificial y tan de Hollywood…

Por otra parte, el mensaje (el que he entendido, claro) es que, en la vida, algunas decisiones te llevarán a alejarte de seres queridos, pero en el recuerdo quedarán los buenos momentos y el cariño profesado. Y me parece leer a mí, ya me diréis los que vayáis a verla, que se trata también de una mezcla entre carta de amor y despedida a sus anteriores parejas.

En fin, que si una película de Woody Allen en modo piloto automático me da para más de 1.000 palabras nada más llegar a casa, es una película que merece la pena ver.

In-Edit 2014

Ya no falta mucho para la próxima edición del festival In-Edit. Me acabo de tropezar con una nota que guardé en abril con las entradas que saqué para la edición del año pasado. Quería documentarlo (nunca mejor dicho) por aquí, pero después de nueve meses no creo que mi memoria dé para un análisis sesudo.

Tampoco es lo más interesante para leer, lo sé. Así que, por una vez, seamos breves.

Me perdí la sesión inaugural con el documental Pulp: A Film about Life, Death and Supermarkets, que poco después cayó en mis manos en DVD. Creo que el que pasó delante mío en las taquillas se llevó la última entrada. Qué rabia. Pero el festival dio para mucho y muy bueno.

Quizá la más floja fuese Freddie Mercury: The Great Pretender. A pesar de la vida tan intensa del que fuese el cantante más icónico de los setenta y los ochenta (por mal que les pese a muchos), que casi cada año se presente un documental sobre Queen con la misma factura no tan sólo cansa, sino que se llega a un punto en que el espectador se da cuenta de que se está escatimando información de cara a oootro nuevo documental. ¿Qué más queda por contar? ¿Qué más queda que realmente sea interesante y arroje una nueva luz a un artista que, más de veinte años después, aún sigue cautivando? The Great Pretender se centra en los proyectos en solitario de Freddie fuera de Queen, los recelos que creó en el seno del grupo, el hostión que se pegó la discográfica con su Mister Bad Guy, mientras se va desgranando con un tono yo diría un pelín pacato el modo de vida hedonista de un hombre que tuvo que sentirse muy solo en la cumbre del éxito. Acabas con ganas de darle de hostias al «amigo» que después reveló a la prensa, por un plato de lent… digo, una exclusiva, la enfermedad que acabó con Freddie Mercury, aunque también le darías un par de sopapos a Brian May y Roger Taylor. Y, por favor, que dejen ya de rebuscar en el baúl de los recuerdos, que Mercury se merece algo mejor.

My Secret World: The Story of Sarah Records es encantador por la historia que hay detrás, el proyecto tan personal de Sarah Records, pero desgranar en 75 minutos los 100 títulos del catálogo llega a ser… soporífero. Por lo demás, uno de esos documentales de los que se sale con una lista de artistas por (re)descubrir.

Beautiful Noise fue todo lo contrario. Una labor que no se queda en la documentación sino que investiga y recrea los hilos que llevaron a la génesis del noise, sus influencias y el legado tras su prematura y cantada (no pun intended!) muerte. No hay entrevista superflua (bueno, Billy Corgan carga un poco, pero es lo que tiene el ego), y el documental queda como una obra de referencia para todo aquel que esté interesado en profundizar sobre el género.

Pero los dos documentales que me impactaron fueron The Kate Bush Story: Running Up That HillHeaven Adores You, el documental dedicado a la figura de Elliott Smith. Fascinante cada uno a la hora de dibujar un retrato de dos artistas con sensibilidades tan dispares pero que han dejado una impronta indeleble en la historia. Reconozco mi deuda con ambos, casi imperdonable en el caso de Kate Bush… bah, imperdonable en ambos casos, por mucho que la carrera de Elliott Smith sea más reciente. Muy recomendables.

Y el mejor… American Interior. Pero de este y de Gruff Rhys ya hablé en su momento.

Interestellar, de Christopher Nolan

Si hay algo que me enerva cuando me cuentan una historia es la pretenciosidad: esto es, que el narrador vaya de trascendente cuando, en realidad, maneja conceptos más que manidos que cuelan mediante artificios, ya sea de tono, de estilo, de estructura; intentos que no son más que, en el fondo, una mímesis de auténticas obras trascendentes pero donde sustituyen el contenido por un (hermoso a veces, eso sí) envoltorio.

Interstellar

Quizá si el hype alrededor de Interestellar no se hubiese extendido tanto quizá no estaría escribiendo esta entrada; eso sí, no me habría ahorrado el cabreo por gastarme casi 10 euros para soportar, en una sala abarrotada y separado de mis amigos del club de lectura, casi tres horas de filosofía tecno-new-age.

(Desde aquí mis disculpas a los espectadores que aguantaron mis resoplidos y facepalms a lo largo de la proyección. Lo siento, de verdad, no pude evitarlos.)

(Ah, aviso: no voy a tener miramientos con los espóilers. Total, para lo que vale la peli, hasta puede que os haga un favor.)

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American Interior, Gruff Rhys y Dylan Goch

¿American Interior? ¿De qué nos vas a hablar, del disco, del libro, del documental, de la aplicación para smartphones…?

—Pues en este caso del documental, reciente (y, desde mi punto de vista, justo) ganador del premio al mejor film extranjero en la duodécima edición del Festival Beefeater In-Edit. Sí, podría hablar también del disco (uno de los firmes candidatos también a disco de año; ya hablaré de él en CrazyMinds cuando hagamos los tops), del libro (que lo tengo ahí, en La Pila, con su dedicatoria). Pero… Oye, ¿y por qué te lo cuento de viva voz y no lo pongo en el blog?

Como me pasa con muchos artistas, a Gruff Rhys lo he descubierto tarde y por casualidad: como telonero de Mogwai en uno de los primeros conciertos organizados por el Primavera Sound fuera del festival (y en el Casino de l’Aliança de mi actual barrio), allá por el 2011. Continuar leyendo «American Interior, Gruff Rhys y Dylan Goch»

Boyhood, de Richard Linklater

Ayer inauguramos oficiosamente la octava temporada del club de lectura con una cena por el barrio y visita al cine para ver la (para nada de género fantástico) Boyhood, de Richard Linklater, en boca de todos por la curiosidad técnica de haber sido grabada a lo largo de 12 años con los mismos actores. Ya sabéis: la película documenta el proceso de crecimiento del protagonista, Mason, desde los 5 a los 18 años; de primaria hasta el ingreso a la universidad; desde la separación de sus padres hasta su emancipación, pasando por diversas situaciones familiares.

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Star Trek: Into Darkness y la épica de garrafón

star_trek_into_darkness_poster_enterpriseLo mío con J.J. Abrams es curioso: me lo paso bien con sus obras, ya sea Lost, Cloverfield o esta última entrega de Star Trek. Si me centro en la segunda aventura de Kirk & Co. post academia de la Flota Estelar, he de reconocer que salté en la butaca, grité, me agarré las rodillas y urgía a los personajes a actuar. Dos horas que pasaron volando a velocidad warp. Me lo pasé pipa.

Y en la caña posterior puse a caer de un burro tanto a la película como al director.

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