El viernes, 29 de julio, volvimos a subir al recinto de los jardins de Cap Roig para asistir al (esperadísimo por nuestra parte) concierto de Manel; joyita preciada y deseada de cualquier festival de Cataluña, y de España, durante esta temporada. De acuerdo, con este concierto sí que había expectativas: no tan sólo por lo bien que me habían hablado, sino porque estos cuatro chicos de Barcelona han pasado a acompañarme con mucha frecuencia últimamente en el tren o cuando salgo a correr. Uno de esos amores musicales imprevistos e imprevisibles: si hasta el momento no les había hecho caso, con el enrenou de su último disco, 10 milles per veure una bona armadura, tiré de Spotify por mera curiosidad. Y si las dos primeras escuchas no pasaron de la categoría de «música amable», cuando calaron las letras, ¡ay, cuando calaron las letras!, pasaron a la de «música que te rompe el corazón». Y pocos consiguen llegar así a mi discoteca.
Como siempre, intenté apagar las expectativas al apagarse las luces. Sin embargo, enseguida la cosa se torció: no pude evitar tenerlas presentes, sobre todo por el hecho desagradable de…
Pero volvamos atrás una semana. El viernes, 23 de julio, subimos al recinto de los jardins bla bla bla para presenciar el concierto, nada más y nada menos, del rey del blues, una de las pocas leyendas vivas que han forjado la música moderna a partir del blues, del soul y del jazz: B.B. King, quizá el concierto de más prestigio que haya tenido jamás el Festival Jardins de Cap Roig, por mucho Julio Iglesias que programen año sí, año también (empezamos a ver por dónde van los tiros, ¿verdad?).
B.B. King. 85 años. Con dificultades para caminar. Toca sentado, abraza a Lucille y se deja llevar por una banda que es capaz de tocar «Paquito el Chocolatero» y hacerte bailar al ritmo del blues del Misisipí. Lo mejor del Rattle and Hum y de los discos de blues de Gary Moore. 85 años. Puede hacer lo que se le antoje sobre el escenario. Lo que se le antoje. Por no decir lo que le salga de los mismísimos. 85 años, madredelamorhermoso. Si la primera canción, más de big band, la ejecuta el grupo en solitario, y en la segunda, B.B. King se une al final de la jam con síncopes que no cuadran y fuera de tono, se le perdona. Carisma no le falta, y con un diezmo de su talento otros montan toda una discografía y les sobra. Lo menos que se le puede pedir al público es un mínimo de respeto si, a los 85 años, alarga las canciones intercalando historias sobre su Estado, sobre su sobrino, sobre los miembros de la banda, sobre las mujeres, o si le da por bromear con la gente de las primeras filas (que no entendían inglés o pasaban de todo); su voz y el punteo de Lucille, aunque se hagan de rogar, compensaban por todo eso y más. ¿Cuándo vamos a tener la oportunidad de volver a disfrutar de «The Thrill Has Gone», «Whole Lotta Love» o incluso «When Love Comes to Town»? Unos aplausos bastan, un poco de calidez, dejarse llevar por el blues…
Pues en Calella de Palafrugell, ni eso. Un ambiente gélido, roto tan sólo por algún fan aislado que pedía oír a Lucille o vitoreaba brevemente. Y lo peor llegó cuando un imbécil desde la tribuna le gritó que dejase de hablar y se dedicase a cantar. Bochornoso. B.B. King empezó a meterse con el impresentable, a llamarlo niño mimado y a hacerle muecas. Y sí, en parte le hizo caso; pasó de intentar animar con sus anécdotas a un público que tampoco le hacía caso y se dedico a lo suyo, a cantar y a tocar. Al cabo volvió a contar más historias, pero ya no volvió a ser lo mismo. El concierto se había roto con el incidente, y no es que al público le pareciese importarle lo más mínimo. Tanto jersey Lacoste atado al cuello y tanto vestido de noche es lo que tienen.
Pues poco difería el público de Manel a aquel que fue a ver a B.B. King. Y eso que el grupo de Martí Maymó, Guillem Gisbert, Arnau Vallvé y Roger Padilla cuentan con legión de fans, pero la proporción de gente de alto estatus (vamos, pijerío rancio de Sant Cugat) venía a ser más o menos la de la semana pasada. ¿Se notó? Vaya si se noto. Recordemos «Aniversari». A los que hayáis asistido a algún otro concierto de Manel, ¿qué ocurre cuando llega a la frase Que demani un dessig? Pues Guillem se quedó esperando un buen rato, mientras la banda seguía con el bucle, y no le quedó otra que bromear con la situación. ¡Si estos chicos empezaron el concierto con «El Miquel i l’Olga tornen», pero las primeras palmas (tímidas) no llegaron hasta la quinta canción, «Boomerang»!
Pues esta actitud distante de un público que parece que asiste para dejarse ver, o para aprovechar y cenar en el Celler de Can Roca, o para estrechar manos con Artur Mas y demás plana convergent que pasa por ahí jode conciertos. Sin paliativos. Pocas veces más me van a ver por ahí, y os recomiendo que, si queréis disfrutar de un artista que programen en el Festival de Cap Roig, os enteréis si toca en algún otro lugar al que podáis desplazaros y lo veáis allí si de verdad queréis sentir la música sin que os agüen la fiesta. Porque, además, si vais en bermudas y camiseta os pedirán la entrada cada tres pasos.
Y ahora que he despellejado un poco el ambiente del público del Festival, vamos a por el concierto en sí.
Primera (agradabilísima) sorpresa: telonea Espaldamaceta. Voz y guitarra entre aflamencada y arabesca. Letras cotidianas con retranca, y anécdotas narradas por Juan José González con más retranca aún. Genial cuando preguntaba si había algún presente de Serveis Territorials que pudiese enchufar a su mujer en algún puesto en Tarragona para que no tuviese que hacer cada día 100 km para trabajar en el peaje de Martorell; o cuando consiguió que el público practicase un coro nada fácil porque, total, nunca antes había tocado delante de 2.200 personas y nunca más volvería a hacerlo. Consiguió una cierta complicidad, que por lo expuesto más arriba estaba difícil, y que no mucha gente de las primeras filas fuese a hacer una copa mientras tocaba. Para disfrutar en escenarios pequeños.
Manel: bien. No, en serio, bien.
…
¿Pero?
Sí, hay un pero. La rica instrumentación que viste sus canciones en disco, y que en canciones como «Aniversari» las dotan de ricas texturas, en cuadro (guitarra eléctrica un poco estridente, bajo correcto aunque sucio y pesado, batería desmañada) deslucen bastante. La épica de «Aniversari» hay que suplirla, si no hay cuerda ni vientos, pues con pasión. Y los chicos tocan bien, sí, pero cuando necesitan ese plus que cualquier otro público proporcionaría con creces… pues en Calella no se da. Y no se dio ni en «Aniversari», ni en «Benvolgut», ni en muchas otras. Las canciones rodaban, porque ya ruedan solas, y los chicos de Manel se hacen querer por su sencillez, pero la rendición del público sólo llegó hacia el final… irónicamente con la versión de «Common People», «La gent normal». Que ya tiene cojones la cosa.
Durante todo el concierto hicieron referencia a tres hombres con camisa rosa que jalonaban sus historias. Cuando, en el segundo bis, salió el grupo Port-Bo a interpretar solos «Avís per a navegants» (sí, con camisas rosas), el público ya se ablandó más. Unos grandes de las habaneras que, si me quejaba de la desnudez de las canciones de Manel, quizá sean los músicos idóneos para una canción que parece escrita para ellos, «Deixa-la, Toni, deixa-la».
Conclusión: Voy a buscar entradas para verlos en algún otro recinto, en alguna otra ciudad, porque el público me robó el sentimiento.