Contra la demòcracia, de Esteve Soler (Grec 2011)

El pasado miércoles miércoles 6 de junio fuimos Nuria, Anna, Sonia y el Eterno Aprendiz a ver la obra Contra la democràcia, de Esteve Soler, dirigida por Carles Fernández Giua, en la sala Beckett de Gràcia (Barcelona).

¿Expectativas? Unas cuantas, gracias a, o a causa de, haber visto el montaje de Contra el progrès, (del que tenéis aquí una reseña), de los elogios de Anna y de haber conocido al autor. ¿Cómo influyeron en mi valoración de la obra? Pues, como siempre: cuando se apagan las luces, apago las expectativas y lo que me echen; porque pocas cosas hay más mágicas que la promesa de historias por descubrir que presagian una sala cuando se oscurece.

Pues bueno, así tan pronto se abre el telón, llega el primer puñetazo en la boca del estómago. Como se acostumbra a decir, toda una declaración de intenciones, o más bien una advertencia al espectador: te vas a revolver, inquieto, incómodo, en la butaca hasta el final de la obra.

Ojalá hubiese sido así. El simbolismo, mezclado tan literalmente con una historia de mezquino conformismo alborotado con falsas expectativas de lucha, puede llegar a provocar náuseas. No voy a desvelar detalles, porque lo suyo es experimentarlo en toda su intensidad.

Sin embargo, las dos siguientes escenas, en comparación, caen en terrenos enfangados. La crítica acerada queda limada por la aparición de conceptos y de situaciones que bordean el estereotipo. En situaciones exageradas y en escenarios dignos del mejor Ballard, sí; pero si hablamos del magnate que compra ciudades enteras, de trabajadores que extrapolan la competitividad al absurdo, e incluso una ex que aparece por medio para amargar el traslado de una ciudad, entonces la dureza de la crítica queda mermada y se acerca peligrosamente al panfletarismo. Por muy de acuerdo que estés, que en mi caso lo era.

Es entonces cuando recuerdas que el subtítulo de la obra es 7 obretes de Grand Guignol, y en el guiñol no se estila la sutileza.

Sin embargo, la cuarta escena, surrealista como pocas, contiene toda la crítica en una única frase dicha como de pasada en medio de un diálogo que no parece excesivamente importante. Y la quinta historia, hilarante y rezumando mala baba por los cuatro costados, aunque el golpe final sea extremadamente exagerado, hacen que la obra reemprenda el vuelo, añadiéndole nuevas y fascinantes facetas a los temas que abarca la obra, que amenazaban con quedarse, como decía antes, en la declaración de principios y en los lugares comunes de la crítica social al uso.

Pero si tengo que quedarme con una escena, esa sería la penúltima: la de la afgana tocada por el burka y su traductor. Impacto emocional máximo, y con dos de las características que más me gustan en cualquier historia: el relativismo y la sensibilidad.

Lástima que el cierre vuelva a ser un guiñol que tira de estereotipos, que me atrajo más bien poco.

Conclusión: ¡Qué necesarias son las obras que estremecen conciencias! No que todas tengan que ser así, evidentemente; pero demasiado abotargados estamos. Más #15M’s que vengan y nos saquen a la calle, pero mientras tanto, háganse un favor y, si pueden, vayan a ver Contra la democràcia. A ser posible, sin haberse dado un atracón antes, por si acaso.

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