Cíclopes en los ombligos: Maria Arnal i Marcel Bagés, Teatre Tívoli, 2 de marzo del 2018

Ya hace tiempo que no escribo una crónica de conciertos. Que tampoco es que fuesen nada del otro mundo, otra más de esas aficiones con un toque de amateur con ínfulas. Pero qué queréis que os diga: para este caso, tanto mejor: con Maria Arnal i Marcel Bagés me veo incapaz de apartar sensaciones y sentimientos e intentar abordar un análisis sesudo, ceñudo, analítico (valga la redundancia) y cartesiano. ¿Y desapasionado? Je. Imposible.

Porque precisamente pasión sería una de las palabras que definirían la esencia este dúo. El pilar, el centro neurálgico, el alma de la que brota un cancionero que sabe a verdad, a sabiduría, capaz de conectar forma musical y fondo poético con el yo más íntimo de los asistentes, como si abriesen un portal dimensional directamente en las entrañas. Verdad sería otro concepto que se antoja consustancial a sus canciones: por la composición, por el contenido (valiente, comprometido, pero además bello como pocas letras hoy en día) y, volviendo al primer punto, por la pasión en interpretación. Porque la pasión siempre está presente, porque no se toma ningún descanso, no hay relleno, no hay trampa ni cartón, no hay impostura. Qué va, al contrario: aquí la impostura no tiene cabida. Es un diálogo de tú a tú, una revelación expresada con una guitarra, una voz, unos versos y una convicción imbatible en su pureza. La experiencia de verlos en un teatro a oscuras, silencio respetuoso, contraluz contra una pantalla rojo sangre, el rasgado de la guitarra brava y la voz de Maria, y no solo la voz, el lenguaje corporal, la presencia escénica, el arranque con «45 cerebros y 1 corazón», el desgarro, la profundidad… y después, la explicación del contexto y la reivindicación de la memoria histórica, la historia de la fosa común de La Pedraja, estableció las coordenadas del concierto.

La música popular como arma reivindicativa para tiempos convulsos. Demos gracias que la derecha, y sobre todo la derechona, no entiende una puñetera metáfora.

Pero ojo, no os creáis que estamos ante un grupo con un mensaje abiertamente político. O, lo que sería lo mismo, una simplificación a un ámbito determinado, a la política tal como la entendemos habitualmente: una sección del periódico, una actividad separada (por arriba) de la vida cotidiana (aunque bien que nos la joden). No, la reivindicación es total: la reivindicación del deseo, del espacio vital, de la vida, del sí, como en «A la vida»; de la libertad a nivel individual y colectivo, contra la sumisión y la rendición. Y por eso es más profundamente político que no los lemas metidos a calzador en canciones de otros. La exuberancia de la poesía (y del deseo) siempre es más sugerente (y peligroso) que las arengas. Es multifacética, sugerente y reticular. Más rica. Y capaz de aflorar conciencias y sensaciones.

Como me imaginaba, al final me he salido de guion y, más que contar el concierto, estoy intentando plasmar las sensaciones y el impacto de un espectáculo que, en lo escénico, fue sobrio. Sobrio y certero. Pantalla blanca al fondo, juego de luces sobrio, funcional, acertado. Maria y Marcel ocupando el espacio escénico con la naturalidad de dos músicos que se suben a un tablao, con la ayuda de David Soler en la segunda guitarra en el segundo tramo del concierto y una participación en diferido del Niño de Elche. Desgranaron el disco y algunas de las canciones de los EPs anteriores, y una estreno, «Big Data», de donde he sacado la metáfora que encabeza el título.

Porque, ¡ay, esas metáforas! Pocas veces me han cautivado las letras tanto en un directo como el de ayer. La capacidad evocativa de «Canción total» o «45 cerebros y 1 corazón» es capaz de transportarnos más allá del local y de interpelarnos directamente, pero la exuberancia y la pasión de «Jo no canto per la veu», «A la vida» o «No he desitjat cap cos com el teu», con ese final abrupto, son superlativos, pulsan tantos resortes que uno ya no sabe cómo mantenerse sentado en el patio de butacas.

Y así acabé. Incapaz de jalearlos por el nudo que tenía en la garganta. Risas y lágrimas todo junto. Quizá haya sido el concierto del año, y eso que aún estamos en febrero. Pero veo difícil que ningún otro artista sea capaz de superarlo.

 

 

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Descriminalización de la risa

Necesitaba desahogarme y, en vez de escribir un fútil estado en Facebook, he pensado que mejor hago una entrada (fútil, igualmente, pero más duradera) en el blog. Ya me disculparéis la falta de ilación en la argumentación, pero los que me conocéis ya sabéis que soy así de disperso y perezoso. Vamos p’allá.

Puedo entender el hartazgo que puede causar en la gente, por saturación, el meme del Tomasín y la amenaza de ISIS a Al-Andalus, digo España. Incluso que pueda parecer, a ojos de algunos, una banalización de la situación actual, dramática y complicada como, por otra parte, ha sido siempre la historia de la humanidad. Por una parte, ahora tenemos suficientes herramientas como para estar al día de casi cualquier cosa. Por otra, estamos sobresaturados. Pero este es otro tema que ahora no viene al caso.

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La autora de Las meninas, de Ernesto Caballero

Pues sí, últimamente me estoy dando un buen atracón de teatro. No puedo resistirme cuando veo una oferta (para una obra mínimamente interesante).

Pero, en vez de comentar las que más me han gustado, vamos a por la que más me ha decepcionado.

La autora de Las meninas cuenta con el obvio atractivo de Carmen Machi como protagonista. Seguro que ahora os ha venido a la cabeza la imagen de Aída, la chacha de 7 vidas y que, gracias al éxito del personaje, acabó protagonizando su propio spin-off. Algunos pocos sabréis que Carmen Machi es mucho, muchísimo más que eso. Hace año y medio la vi en el Teatre Lliure, bordando el papel de rey Creonte en Antígona, un papel que seguro que haría las delicias de Javier Marías (#ironía, of course). Machi se echó a Sófocles a la espalda, se comió el escenario con su presencia y su fortaleza, y se ganó una ovación como pocas veces he visto.

La autora de Las meninas parte de una premisa que, bien enfocada, podría dar mucho juego (la venta de Las meninas de Velázquez para enjugar el déficit de España), y en ciertos momentos de la obra se manejan conceptos completa y deliciosamente dickianos: la autenticidad, el sentido del valor, si es intrínseco o no, la copia, la identidad, la veracidad. Pero en vez de arremangarse y explorar esos temas tan jugosos, Ernesto Caballero se decanta por la superficialidad y el recurso fácil: el tópico, el chascarrillo coyuntural y la vis cómica de Machi, con el objetivo descarado de gratificar a los espectadores. Y vale, sí, es lícito y loable estrenar una obra con el objetivo de llenar la sala todos los días, claro que sí; algo nada baladí en estos tiempos que corren. Ahora, ante la falta de enjundia, crítica que te cae.

En un futuro cercano, una plataforma ciudadana (vamos, Podemos, descaradamente) gobierna el país y, para hacer frente a la deuda externa y mantener los programas sociales, deciden vender el patrimonio cultural, un bien superfluo ante otros problemas más graves. Encargan a una monja copista hacer una copia fiel de Las meninas con la intención de vender el original y hacer caja. Mientras está dibujando la copia, un vigilante del Museo del Prado entabla una relación que evoluciona de la cordialidad y el respeto al cuestionamiento de los valores de cada uno y, en concreto, del valor del arte en la sociedad.

Llamar a La autora de Las meninas «sátira distópica», como indica Caballero en el programa, es pasarse un poco. Sátira, bueno, distopía… No, no deja de ser una excusa para meter cera a los que el autor quiere. Lástima, porque, si se hubiese adentrado en la temática dickiana, quedaba sitio para una sátira mucho más mordiente que este texto tan inocuo. Pero la cosa ya empieza mal desde un planteamiento bastante pacato: una monja (¿algo más tópico, por favor?, e innecesario para la trama) para hacer más fácil la asimilación de la «tentación»; una directora del Museo que se dedica a soltar ladrillazos con los que se pierde cualquier ritmo (y que hacen que la crítica a la «democratización de la cultura» suene ridícula), una trama simplona y unas «reflexiones» sobre el valor del arte que son declaraciones, no reflexiones, lo que desactiva la crítica. Sí, claro, Carmen Machi también borda su papel, pero el sabor que deja la obra es ese: un texto a medida de un público que viene a ver a Carmen Machi.

Si, al final y de forma fortuita, La autora de Las meninas será una obra metarreferencial sobre la mirada del arte «popular» en la sociedad actual.

Los Planetas, la música y su significado

Escribe Víctor Lenore que, años ha, Nando Cruz comentaba en un documental que Los Planetas era «el mejor grupo posible para crecer entre los dieciséis y veintiséis años». Ahora parece que se lamenta de la definición, pero eso no quita que Lenore la use de manera ufana como introducción para el artículo-zurriagazo que les endiña a los granaínos.

Pero mira, como con muchas otras cosas, llegué a Los Planetas bastante tarde. Cuestión de biorritmos, jeje. Mi primer recuerdo fue ver el vídeo  «¿Qué puedo hacer?» en, agarraos, ¡Los 40!; más tarde me compré el recopilatorio Música para una orquesta química simplemente porque el CD atrajo mi atención, y de vez en cuando oía a mis amigos más puestos en el tema musical alabar a un grupo que para mí era bastante críptico (dicción de J aparte). Pero hasta que no los vi en directo no me rendí a su magnetismo, y de eso hace… apenas cinco años. Aun así, parece que, a pesar de la fama, siguien con la misma tendencia en los directos: una de cal y una de arena. El concierto totémico del Primavera en el que tocaron Una semana en el motor de un autobús, con un J desganado que no se sacó las manos de los bolsillos casi ni para fumar, fue de vergüencita ajena; mientras que en un espacio tan desangelado y antimusical como el Sant Jordi Club (en el último Primavera Ídem que hicieron antes de que el festival de invierno se fuese al garate) se cascaron una flipada psicodélica que aún resuena en la quinta dimensión.

Como digo, llegué tarde a Los Planetas, y quizá para muchos de vosotros sus canciones ya no signifiquen lo mismo que cuando teníais veintitantos años. Ya veis, para mí aún siguen siendo vigentes, cosa que a veces puede parecer buena y otras veces jodida; que no es lo mismo vivir y revivir en las «Alegrías del incendio» que en «Reunión en la cumbre» o «Pesadilla en el parque de atracciones». Pero es curioso (¿qué digo?, mágico; aunque te toque la canción jodida) cómo haces tuya una letra, una vivencia —metaforizada— de un artista con el que, como mucho, alguna vez te cruzas en un bar o una biblioteca o le compras un disco y le pides una firma y mantienes una charla distendida y normalmente intrascendente. Y, sin embargo, concentra una parte de su vida en una canción que se descomprime y se instala en tu cabeza y cobra vida propia. Una conexión en el plano de las metáforas, pero tan real, tan completa, porque oye, en esto de las vivencias y los sentimientos, sí, hay una amplia gama y cada persona es un mundo, pero una vida te da para pasar por muchos de ellos. Siempre hay por lo menos una canción para cada uno.

En fin, que todo esto venía a cuento porque estaba tirado en el sofá, con el cuerpo a medio gas, recordando algunas canciones de Los Planetas, gracias a una chorrada muy divertida de la página Love Will Tear Us Aznar Again, y tocado también por la nostalgia mirando capítulos de Friends (me quito el sombrero una y mil veces ante el trabajo de creación de personajes los guionistas), y he pensado que este es tan buen momento como cualquier otro de crear una lista y rememorar todas esas canciones que más me han marcado. Canciones que tienen asociadas un momento, una vivencia, una sensación, un viaje, un cambio, incluso una persona; canciones que, gracias a esa capacidad hemoglobínica de atrapar y fijar situaciones, circulan por las arterias de la memoria y alimentan el gran repositorio de la memoria, que te los suelta cuando menos te lo esperan, o se activan cuando suenan por la radio, y, hey, hasta puedan servir de punto de partida para muchas otras historias.

Así que aquí, en esta lista, no deja de haber un pedazo importante de mi vida. ¿Que qué significan? ¡Ah, no, no! Eso sería ser injusto con ellas; sería simplificarlas de estado con una vivencia concreta, y no es justo que el resto de posibilidades colapse como gatos de Schrödinger con sordera. Respetemos su magia. Que signifiquen lo que sea para cada uno de vosotros.

León Benavente, sala Apolo, 16 abril 2017

Si me hubiese metido en el meollo, en to’l cohollo, que diría mi madre, seguramente no pondría reparos porque me habría limitado a sobrevivir en el tsunami de coros, saltos y sudor que se veía desde el lateral.

Pero el lateral permite una visión un poco más externa. Y, bueno, no es que me diesen miedo, como le pasó a Jordi Bianciotto, pero sí que semejante apisodanora, puesta desde el segundo uno, me sacó del concierto, un poco en plan «What the fuck?«. En cualquier otra crónica se estarán usando las expresiones típicas sobre músculo, garra, la carne en el asador, salir a ganar y tal, pero qué queréis que os diga, yo los recordaba rockeros, sí; contundentes, también, pero sin lugar a dudas más sutiles de lo que vi ayer. Ni que sea un poco.

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The Divine Comedy, Palau de la Música Catalana, 8/2/2017

Hemos salido del concierto rendidos, una vez más, a los pies de Neil Hannon y su savoir faire. Incluso en un mal día, como el año pasado en el Vida Festival, sus directos son poco menos que excelentes. Un día como hoy, en el que, a pesar de algún pequeeeeeeeeño fallito en la voz —compensado después con creces con un calderón infinito (juraría que) en «Generation Sex»—, tanto Hannon como su banda han estado pletóricos, decir memorable es quedarse corto.

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Machismo: un caso práctico

Antes de empezar, dejemos una cosa bien clara: soy un privilegiado. Varón, blanco y heterosexual. Nací con esos privilegios y hay que reconocerlo. Haber sido el empellón de la clase (lo que hoy se conoce como nerd), zurdo, catalán o friki (condición esta que me ha permitido, al final, desarrollar un montón de actividades estimulantes y ganarme la vida, cosa que, ahora mismo, podría restregar en la cara a los losers que se metían con el rarito de la clase), no han sido sino meros atenuantes, pero no tienen ni punto de comparación (a pesar de la puta infancia que me hicieron pasar en el cole) con el calvario de ser mujer, homosexual o no caucásico. Sólo hay que abrir la prensa (bueno, no cualquiera, sino la seria, y ni tan sólo así os podéis asegurar de evitar el sesgo WASP en el contenido). O basta con preguntar a tus amistades.

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Romeu i Julieta, de William Shakespeare, Projecte Ingenu

Entusiasmado.

Así he vuelto de la representación de Romeu i Julieta en La Seca / Espai Brossa. Y es que, a poco que mimes un Shakespeare, tendrás una representación divertida, emocionante y rica en matices. Tanto da si eres purista o si adaptas. Mentira: mejor cuanto más y mejor lo adaptas, siempre que seas fiel al espíritu del texto. Que no necesariamente al texto. Porque es señal de que lo has entendido (o, al menos, has aprehendido el texto y tienes una lectura en sintonía con la del autor y la de tus circunstancias) y podrás ofrecer algo muy, muy rico. No como en el TNC

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Enric Montefusco, Casino de l’Aliança, 14 de diciembre el 2016

Vamos, no hace ni media hora. Yo ya no sé; hay artistas con los que me cuesta ser objetivo, y Montefusco es una de mis debilidades. O quizá sea porque me identifico tanto con ellos (a través de la música, me refiero, o del hecho artístico que presencie, pero sobre todo con la música) que me da cosa decir que el concierto ha sido memorable por si se trata tan sólo de mi vivencia y extrapolarlo a un absoluto…

… qué demonios, voy a extrapolar porque se lo merece: ¡ha sido memorable!

Y eso que soy muy fan del sonido Standstill. Lector, si vas a ver a Enric Montefusco, ¿qué encontrarás? Un artista que ha superado la rabia hardcore y la épica de Vivalaguerra, Adelante BonaparteDentro de la luz por otra «épica» más íntima (o intimista). Tanto en lo musical como en lo lírico. Las canciones son más cercanas, como más cotidianas, pero, ¡ah, la grandeza de la narración!, ya sabéis que de lo cotidiano, bien contado, encierra los arquetipos universales que más nos alcanzan.

Épica íntima. Sí, sería una buena definición. No sé si acertada, pero a mí me vale.

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The Cure, Palau Sant Jordi, Barcelona, 26 de octubre del 2016

Parece mentira: tantos años sin prestar más que una atención fugaz a uno de los grupos de mi adolescencia y, gracias a la perseverancia de una amiga (a la que le debo también otro de los conciertos del año, el de Neil Young —a lo tonto, este 2016 ha sido también «el año de los conciertazos del año»: ha habido más que partidos del siglo, y con diferencia—), ayer viví uno de esos momentos de completa comunión con un grupo y con una época. Porque, lo quiera o no, y de eso me di cuenta mientras subía por las faldas de Montjuïc tarareando algunos de sus temas, las canciones de The Cure están muy íntimamente entrelazadas con una época concreta de mi vida; y, curiosamente, mucho más que los que eran entonces mis artistas favoritos. El porqué no me queda muy claro, ya que, a finales de los ochenta yo estaba más por los grupos de rock épico y bombástico. Pero la banda de Robert Smith es mucho más versátil en cuanto a abanico melódico, y sus hookworms han quedado anclados en el subconsciente con imágenes y recuerdos de aquella primera juventud, de cuando uno aún está madurando, de cuando las dudas lo asolan a uno. Por otro lado, al fin y al cabo, las letras de Smith van de eso: de esos espacios tenebrosos, de dudas, de crecer torcido. Justo en la senda opuesta a U2, Simple Minds, Bruce Springsteen y demás de su palo.

Total, cortando el rollo: que lo de ayer fue un conciertazo en mayúsculas. No vimos el grupo arisco cabeza de cartel del Primavera Sound, sino uno completamente seguro de su músculo, de su lírica y de que, qué caramba, de las ganas de pasárselo bien. Que aquel era su público incondicional. Para no variar, apenas hay canciones posteriores al Wish (1992), a excepción del single «Wrong Number» (absolutamente catatónico, por cierto) y, eh… búsqueda en las redes…: «It Can Never Be the Same», canción del ¡2016! Sí, una nueva canción que estrenaron, junto a «Step Into the Light» (ambos títulos son oficiosos) en el inicio de la gira en Nueva Orleans.

The Cure pasaron como un rodillo, tres horas de alta intesidad pero sin dejar de lado los matices, algo que es muy de malabarista musical. La victoria, a poco que uno se pare a pensar, la tenían al alcance de la mano, si tenemos en cuenta que poseen un catálogo preñado de melodías de éxito, de fuerte carácter y tremendamente pegadizas; pueden dejarse éxitos fuera del concierto (y así lo hicieron) y, aun así, dejarte con la sensación de que han ejecutado un greatest hits, cuando no fue del todo cierto: hubo rescates de su primera etapa («Primary», «Sinking»), sencillos muy queridos por los die-hard fans («Charlotte Sometimes»), estrenos como el que he mencionado antes, delicatessen («From the Edge of the Deep Green Sea»). Y éxitos, evidentemente: pero cuando empezaron, casi a traición, «Friday I’m In Love», yo ya me había olvidado de ella, ya podría haberme ido con un excelente sabor de boca, y aún quedaba lo mejor. Sí, se dejaron «Prayers for Rain», pero tocaron hasta siete de The Head on the Door (mi favorito tras el Disintegration), «Lullaby» fue magistral, y casi me desgañito y me caigo por las gradas bailando al ritmo del «Close to Me» y «Why Can’t I Be You».

Reconozco que es emocionante, ya que hablábamos de comuniones, ver como el público corea, aplaude y aún es capaz de pedir más canciones, Robert no te vayas y sal a bailar que tú lo haces fenomelan, tras tres horas de concierto (las pausas entre bises apenas daban tiempo para que los más yonquis consultasen Facebook o Instagram, aunque bueno, también había gente capaz de mirar el móvil y ¿atender? a la vez el concierto), y en la escala de Richter lo de ayer se acercaba al tope.

¿Y con qué canción me quedaría yo?, me preguntáis. Pues mira, con el «Boys Don’t Cry». Me emocionó como pocas canciones lo han hecho este año.

En resumen: tres horas a alto nivel, sin apenas bajonas, con un Robert Smith que afina (aún) como los ángeles, un Simon Gallup que se mueve más que un saco pulgas, sonido arrollador (quizá convendría subir un poco más la voz en la mezcla, que a veces se perdía), un poco de nostalgia y mucho savoir faire de la banda. Uno de los últimos grupos capaces de llenarte un Sant Jordi con un discurso propio y alejado de los tópicos del mainstream.

Resumiendo el resumen: ¡una pasada!

Si queréis escuchar el repertorio, intercalad este vídeo de «It Can Never Be the Same» entre  «End» y «Burn» (fue la primera canción del primer bis) en esta lista de Spotify.