A veces las cosas van así: cuando menos te lo esperas te encuentras en mitad del mejor concierto de tu nueva banda favorita.
Y es que a Nada Surf los conocí hace apenas medio año, en el Vida Festival, y eso que tuvimos una emergencia cafeínica que nos hizo escucharlos desde la distancia en una cola kilométrica. Los había escuchado en Spotify y no me llamaron la atención, pero, ¡hey!, ese directo tenía una cualidad… directa. Sí, ¿sabéis esos artistas con los que conectas porque…? Bueno, vete a saber por qué: yo lo achaco a una cuestión de actitud, a que, cuando pones el alma ahí en la música y te estás de zarandajas, se nota.
Aprovechando que le regalamos a una pareja de buenos amigos unas entradas para resarcirse de la emergencia cafeínica, oye, pues aproveché y me compré yo otra.
Qué gran decisión.
Y eso que volví a escucharlos en Spotify y me costó emocionarme. Me recordaban vagamente a Superchunk, con la pega añadida de la falta de familiaridad. Power pop (veo que también lo llaman ahora jangle pop) de melodías rasposas y medio ocultas tras el rasgueo eléctrico. Pero nada, que todo fue empezar con la primera canción de su último disco, «Cold to See Clear», y entre la nostalgia noventera (y, a ver, que yo en aquella época era de bandas ochenteras) y el buen rollo que desprenden (sonido directo, actitud frontal, directa, llana) me sentí transportado a otra época, una un poco más ingenua pero también más dinámica y comprometida.
Eso sólo fue el principio.
Las tres primeras canciones fueron, digamos, milimétricas, si es que cuando se toca power pop se puede ser milimétrico. Pero poco a poco dio la impresión de que la banda se estaba animando. El sonido se volvió más compacto, más pleno, y subió la intensidad unos cuantos grados. Cosa que el público también captó, y la retroalimentación fue dando sus frutos con más bailes, más palmas, más ovaciones; todo en un ambiente como de muy buen rollo. Los parlamentos de Matthew Caws iban entre el humor casi británico, la ingenuidad (con ese castellano chapurreado, medio vacilante pero preciso) y el mensaje político (ese «me alegra que todos estemos juntos contra esto, malos tiempos» fue cándido hasta decir basta y, sin embargo, tan necesario que lo dijese); de vez en cuando, Daniel Lorca tomaba el micro y era mucho más directo, y también los hacía más cercano.
La recta final ya fue de traca. Bises aclamados: «Popular», «Always Love», ¡si hasta la coreé, pillando el estribillo al vuelo! Pero, ah, tras dos horas (¡dos horas!, cuando hoy en día si te actúan hora y media ya te puedes dar con un canto en los dientes), ese «Blizzard of ’77» con dos guitarras acústicas, sin micros y con el público (que ya salía de la sala) acercándose al escenario en silencio fue… especial. Mágico. Majérrimo.
Claro, ahora estoy repasando la discografía, desentrañando las letras y desmadejando ese sonido que, al principio, parecía homogeneizar y enmascarar las diferentes canciones, y eso: mi nuevo grupo favorito. Aún les quedan unas cuantas fechas en España, así que, si por un casual, podéis acercaros a verlos, bueno, pues ya me contaréis, pero creo que no os arrepentiréis.