—¿American Interior? ¿De qué nos vas a hablar, del disco, del libro, del documental, de la aplicación para smartphones…?
—Pues en este caso del documental, reciente (y, desde mi punto de vista, justo) ganador del premio al mejor film extranjero en la duodécima edición del Festival Beefeater In-Edit. Sí, podría hablar también del disco (uno de los firmes candidatos también a disco de año; ya hablaré de él en CrazyMinds cuando hagamos los tops), del libro (que lo tengo ahí, en La Pila, con su dedicatoria). Pero… Oye, ¿y por qué te lo cuento de viva voz y no lo pongo en el blog?
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Como me pasa con muchos artistas, a Gruff Rhys lo he descubierto tarde y por casualidad: como telonero de Mogwai en uno de los primeros conciertos organizados por el Primavera Sound fuera del festival (y en el Casino de l’Aliança de mi actual barrio), allá por el 2011. Presentaba Hotel Shampoo él solo, con una mesa lleno de instrumentos cada cual más estrambótico, y lo que al principio parecía una ida de olla cacofónica acabó en una sinfonía electrónica con la que se metió al público en el bolsillo (bueno, con su talento estrambótico, con su pinta de genio despistado y con su humor de payaso bonachón que esgrime carteles que rezan «Aplausos», «Más aplausos», «Fin», «De verdad, fin»). Así que tengo pendiente verlo junto con Super Furry Animals, si es que vuelven.
Cuando el pasado mes de mayo salió American Interior (el disco), me sorprendió el sonido tan «clásico»: un disco folk rock que evoca a las llanuras del Medio Oeste, con unos cuantos estribillos de esos que acaban siendo earworms y una sensación de conexión que va un poco más allá de un mero revival country. Ya, qué poco concreto, pero os lo prometo: hay algo, hay algo ahí más profundo, más… ¿global?, ¿atávico?, ¿telúrico?
El martes pasado asistí a la proyección de American Interior (ahora me refiero al documental) con presentación y posterior concierto (sí, en la sala 2 del cine Aribau) de Gruff Rhys. Esta vez interpretó algunas canciones de American Interior (el disco) con guitarra eléctrica, iPad con PowerPoint (con algunas de las transparencias del documental), caja de efectos de voz y poco más (los carteles y el aspecto de músico despistado/genio loco). La premisa del documental parece, a primera vista, un poco absurda. Resulta de Gruff Rhys se embarcó en el 2012 en una gira de investigación histórica (sic) siguiendo la ruta de John Evans, un antepasado suyo que partió de Gales con destino a los Estados Unidos en busca de una tribu india que hablan galés (los madogways), siguiendo a su vez los pasos del príncipe galés Madoc, de quien dicen desembarcó en Maryland en 1170 y, tras bajar el curso del Ohio, remontó el Misuri hasta dar con los mandan, tribu que había acogido a Evans y de la que se creía podía tratarse de los madogways. A todo esto, al llegar a San Luis, los españoles lo encierran bajo la acusación de espía británico; Evans contrae la malaria; se nacionaliza español (y adopta el nombre de Don Juan Evans); se enrola en la primera expedición que explora el Misuri y suyo es el primer mapa de la zona, que sería fundamental para la expedición de Lewis y Clarke que abriría la ruta al océano Pacífico, y evitó la expansión del Canadá británico hacia el sur arriando la bandera británica. Entre otras cosas.
Absurdo como suena, así es la historia.
Rhys se hace acompañar a lo largo del recorrido por una réplica muppet de John Evans, dando más énfasis al viaje de descubrimiento al identificarse con su antepasado. De esa manera nos acerca los paisajes (inconmensurables) del Misuri y de las Grandes Llanuras, nos hace partícipe de la soledad y la tenacidad del explorador y, a su vez, se hace evidente (y no por eso menos efectivo para el público) el viaje interior; un viaje nada fácil en un mundo globalizado e impersonal.
Así se pasa de una primera parte en la que domina la sonrisa a otra en la que uno se deja llevar por el paisaje y la narración. Ya nada parece estrambótico ni absurdo: ahora la epopeya de Evans nos lleva a una narración de superación, añadida a la de descubrimiento: nuevas culturas, nuevas amenazas, la fascinación del territorio inexplorado…
Pero las consecuencias, 200 años más tarde, han sido prácticamente letales: la población indígena americana se redujo drásticamente, y muy poco queda de la rica y ancestral cultura india. Y en este punto, cuando culmina el viaje de Evans y Rhys, y se demuestra no tan sólo que los mandan no son la tribu que Evans buscaba, sino que no existe la mítica tribu galesa, que uno de los temas centrales del documental se revela y resuena con toda su intensidad: el valor de la cultura y de la educación. Keith Bear es el último mandan que sabe hablar el idioma de la tribu, y su legado está llamado a desaparecer si ningún otro miembro de la tribu se interesa. Rhys promueve la lengua galesa, que apenas habla medio millón de personas en su tierra. Y, sin embargo, como dice Bear: «Our bull boats are very similar to the conical boats that they have in Wales. Some of their food is very similar to ours, and they say some of our words are very similar also. So, whether there’s a myth or whether there’s a fact, I think it’s important that we… continue to encourage our children to look into our history.»
El viaje finaliza en Nueva Orleans, donde Evans falleció, probablemente a causa de las secuelas de la malaria. Sin embargo, el documental acaba con un canto a la vida y una celebración del legado de Evans, de Gales y de cada uno de nosotros, entrelazados como estamos a la Historia a través de nuestras pequeñas historias.
El documental se llevó una ovación cerrada y cariñosa, y la película, un premio más que merecido.
(Ah, sí: John Evans también estuvo en el concierto.)
Un comentario en “American Interior, Gruff Rhys y Dylan Goch”