Lo siento, pero el título cursilón se me ha ocurrido de camino al trabajo. No, no pienso escribir una oda; la poesía se me da francamente mal. Sin embargo, esta época del año es especial: el Sol, justo pasado el equinoccio, va subiendo su altura aparente (o avanza en la eclíptica) y los días no sólo se hacen más largos, sino que la luz tiene una cualidad más intensa y más alegre, y contrasta con las jornadas mortecinas del invierno que acabamos de superar. Empieza a hacer calorcito y apetece ya llevar manga corta; no hace ese frío que te obliga a embutirte en capas de ropa, pero no hace esos 35º y 110% de humedad de la costa catalana que no te deja respirar, ni son esos 52º en la Macarena de vacaciones a Sevilla (que ni clima seco ni leches; el agosto en Sevilla es un infierno). El verdor se cuela allá donde todavía no ha llegado el cemento y la especulación (no cuento los campos de golf, auténtica plaga de hoy en día en simbiosis parasitaria con las urbanizaciones en la costa mediterránea), y la actividad vuelve al reino animal. Para los que sufren alergias relacionadas con las gramíneas es una época horrible; por fortuna, mi única alergia reconocida es a la piel de los melocotones. Eso sí, parece ser que soy un bocado exquisito para todo tipo de mosquitos. Pero ese debe ser mi lugar en la pirámide alimenticia 🙂
Y todo esto coincide con un par de fechas así especiales. La primera, de la que últimamente me voy olvidando: hoy cumplo años. 34, concretamente. La segunda, el día 30 hará 11 años que Nuria y yo empezamos a salir.
Claro que el día de hoy es muy especial por una razón muy esperanzadora.
Mis mejores deseos de paz para todos.