Implacable. Como una tragedia griega. Porque de eso se trata: Allen dispone en Match Point los elementos que establecerán un desenlace inevitable… con un giro final redondo y original que destila ironía y humanidad a partes iguales.
Si en los clásicos se trataba el poder, la venganza, los celos, Allen dirige la mirada a un concepto que destaca mucho más en la sociedad occidental que en la de Homero o Shakespeare, por lo menos en cantidad: el arribismo. Pero no se esperen que en la película de todos los años de este año, la historia reencarne una variación sobre el mismo tema de siempre, las neurosis del neoyorquino proyectadas en los personajes. En una línea que empezó a desarrollar en Melinda y Melinda, aunque aquí engarzado con otro tema muy caro en la obra de Allen, el artista y su obra (o la obra que modela al artista), la cámara del director mueve el objetivo del mundo interior al exterior. Y como ojo escrutador, observa y no juzga, muestra y deja en el espectador la tarea de comprender los motivos.
Como las obras maestras, sales del cine y, durante días, le darás vueltas a las preguntas que te planteas: ¿traicionarías tus principios por sobrevivir? ¿Y por mantener un nivel de vida? Y por amor, ¿qué serías capaz de hacer? Y ya que estamos, ¿qué es el amor: la familia o la pasión?
Tremenda. Me he quitado el mal sabor de boca del Harry Potter del otro día. Aparte de las interpretaciones soberbias de Jonathan Rhys-Meyers y Scarlett Johannson, que ilumina la pantalla con una belleza de proporciones… Caramba, ¿qué hago siendo políticamente correcto en mi bitácora? Johannson está para mojar pan y no parar 🙂 (y reconozco que Rhys-Meyers, también)